Colombia es un país grande y poco conectado, son imaginables grandes diferencias entre regiones; pero a mí pasar de paisas a costeños me impactó.

El Caribe colombiano es un mundo aparte dentro de Colombia. Todos me lo decían, pero uno cuando se rodea de exotismo cree que todo va a ser igual de diferente. Y no.

Me despedí de Ricardo desayunando con él, teniendo nuestra última charla antes de echarme la mochila a la espalda y tomar un taxi al aeropuerto. Ese piso, esa tercera planta con ventanales hirviendo, se queda pa mí en mi cuaderno, en este blog y en mi memoria como el punto de partida de este viaje por Centroamérica. Hasta siempre, Medellín.

Lo que me esperaba a continuación, sin embargo, iba a ser una inritasión tras otra. Primero fue Viva Colombia haciéndome pagar 80.000 pesos por llevar a Macondo.

Macondo es mi ukelele, y 80.000 pesos es más o menos lo que me costó comprarlo (es malillo, pero es mi compañero musical de viaje, le tengo cariñico).

Después vino un vuelo corto pero insufrible. Generalizar es MAL, pero los israelíes viajando en grupo son pa matarlos a palos. Qué cruz…

Al aterrizar y recoger el equipaje, mi mosquetón de seguridad había desaparecido. Lo usé para fijar las asas y algunas correas de la mochila, haciéndola más compacta. Es un mosquetón de 30€, poca broma. El doble de lo que cuesta Macondo. Así que ya llevábamos 46€ perdidos en un ratico con Viva Colombia.

Tomé el bus a Santa Marta y… ya noté que estábamos en la costa. Ay, mami…

Buses a 15 km/h con puertas que no cierran, paradas de bus en calles por las que no harías andar ni a tu peor enemigo,… y un calor CRIMINAL.

Para ponerle una guinda a ese 8 de abril, descubrí que los hostales baratos lo son por algo…

Bien, esa fue mi cama. En ese preciso instante haciendo las veces de tenderete, pero mi cama. Un ventilador en cada cama evita que los dueños del hostal tengan que lidiar con un par de cadáveres cada mañana, pero nos convierte en zombis porque cualquiera duerme en condiciones con un ventilador de cuando Gabo escribió «Crónica de una muerte anunciada» chirriando en su careto durante toda la noche. Infierno.

Al menos había gente guay. Pobres como yo, si no no estarían en ese hostal, pero buenas personas. Y Macondo y yo echamos un buen ratico con ellos y el gato del hostal.

La estancia en Santa Marta fue extenuante y desesperante. La farmacia con 8 clientes por delante y a un ritmo de atención, digamos, muy costeño. En el sentido peyorativo, como en España se usa «andaluz». Pues igual, a su ritmo, sin prisa. Que está la vida mu mala pa andar con prisas, papi.

El Centro de Salud, más de lo mismo. En ambos lugares desistí y, a cada lugar que iba, más calor pasaba por el camino. Sudando como una bestia me tuve que sacar otra tarjeta de Tigo porque me había caducado la anterior. Mi segundo número de teléfono colombiano.

Luego me recorrí la ciudad buscando un hostal donde hacer voluntariado, pero no hubo suerte. Y yo seguía sudando, así que me fui a la playa a regalarme un ratito de placer y… joder, la playa más fea que recuerdo haber visto jamás.

Lo único bonico del paseo, la «catedral»:

En fin, al día siguiente me colgué la mochila y le dije adiós a Santa Marta.

Tiré pa la plaza del mercado, de donde salen los buses. Por el camino me encontré la jungla de fruteros y comerciantes callejeros típica de la costa.

Y más calles con mala pinta.

Un pelao con la camiseta de Messi me llevó al bus a Minca y ya la naturaleza empezó a regalarme la vista. Cuando llegué al hostal y me asomé a la parte de atrás…

… ya me empecé a sentir mejor. Ahí sí se estaba agustico.

Y en la hamaca más. No sabía en ese momento que esa iba a ser la primera de muchas hamacas.

Al día siguiente me lancé a buscar las cascadas de Marinka. El paisaje de la Sierra Nevada es una gozada.

Y los animalitos que uno se encuentra, mansos como buenos costeños.

Todo iba bien hasta que la sierra hizo de las suyas y me soltó un diluvio de estos que te dejan pensando «¿pero qué mierda?».

Solo había que persistir en la subida para encontrar la recompensa:

Las cascadas de Marinka, dignas de admirar y, por qué no, de disfrutar.

Me lo pasé como un enano sintiendo el agua caerme con tanta fuerza.

En el lugar se respira una tranquilidad mágica. Seguramente el diluvio espantó a muchos turistas y pude disfrutarlo casi en soledad.

Casi porque mi amigo Iúeks no me abandona.

Con sonidos de animales, flores irreconocibles y unas vistas maravillosas me reconcilié con la costa caribeña de Colombia. De hecho, todavía me quedaba lo mejor.

Una aventurilla de

Rayito

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